Verónica decide posponer lo que queda tiene pendiente y sale de casa para dar una caminata de una hora, el perro sabe donde va antes de que nadie se lo diga, tiene esa clarividencia, parece leerlo en su actitud en cuanto sale por la puerta y le ladra entusiasmado. Ella reconoce al instante su ladrido festivo y se agacha para acariciarle la cabeza y anunciarle que lo llevará si se porta bien; él se sienta sobre sus patas traseras y alza la cabeza, su pose es la de esas estatuas blancas que habitan en los jardines de la gente bien. Pero ella prefiere tener un perro de verdad, capaz de leer en ella como nadie sabría hacerlo. Mel sabe cuando está enfadada incluso antes que ella misma, se aparta de la escalera para dejarle paso, es un gesto instintivo que la hace detenerse un segundo y respirar, definitivamente no se puede andar con tantas prisas, eso lo que piensa, y tras esta primera reflexión llega la segunda, por aflojar un poco el ritmo el mundo no se acabará.
Hace ya muchos años que un coche rojo se detuvo en una zona de bosque y abrió la puerta trasera. Al instante un perro juguetón pisó el asfalto dispuesto a dar un paseo, aquella pareja joven le dejó correr libremente y después emprendieron la marcha a toda velocidad.
Verónica no daba crédito a lo que había visto. Ella se había empeñado en dar una vuelta en bici y Sergio la acompañó, él dijo de quedárselo desde el primer momento, pero ella repetía una y otra vez que ni hablar, eso hasta que llegaron al portón de la casa y no tuvo valor para cerrarle la puerta en las narices. Le puso un cuenco con leche y lo vio beber hasta saciarse, después levantó sus ojos negros hacia ella y le lamió la mano mientras quitaba unos hierbajos que habían caído dentro. Fue en ese instante cuando Verónica supo la verdad, no podía dejarlo vagar teniendo un hueco de escalera vacío donde improvisar una caseta. En cuanto miró a Sergio él lo supo, era esa comunicación que siempre se daba sin mediar palabra.
_ Creo que debajo de la escalera estaría bien_ ella asintió mientras él le explicaba lo contento que se pondría Iván con la sorpresa.
Sergio le hizo una caseta de hierro con unas chapas sobrantes y unos electrodos, por algo era soldador. Le puso una repisa en la parte alta para que le sirviera de cama en los días más fríos. Verónica pintó de rojo el tejado y de verde el resto, sobre la entrada escribió el nombre que su hijo había elegido para el perro, Mel.
Pareció gustarle su casa nueva desde el primer momento en que se guardó, y se diría que la consideró una casa sólida hasta que Iván se la volcó para que saliera de una vez. El perro se había guardado dentro huyendo de los cuarenta grados de calor a la sombra, y tardó varios días en volver a entrar.
Ellos no contaban tener perro, ni Mel contaba ser abandonado por sus primeros dueños, pero al quedárselo le dieron un compañero de juegos a su hijo, que era un niño inquieto y terrible en sus primeros años y le hacía cosas horribles como rodarlo por las escaleras como si fuese una pelota. Eso fue un día nada más y se zanjó cuando su madre lo rodó a él no las siete escaleras que había hasta el descansillo, si no dos, y haciendo trampa para que no se hiciera daño, pero con eso le bastó para no intentar repetirlo. Mel debió pasar en silencio por bastantes penalidades, pero si la cosa se ponía mal se resguardaba en el portal de la casa y arañaba con la pata tal y como hacía las noches de tormenta asustado por los truenos.
Pero una mañana de sábado en que Verónica horneaba una tarta le oyó chillar, era un chillido angustioso que llegaba desde el portal. Iván le había puesto muchas pinzas de la ropa en las orejas y las sacudía frenético sin poder quitárselas de encima, ella se las quitó y le puso una a Iván sin miramientos; a partir de aquel día tampoco volvió a hacerlo, en su disculpa dijo que no sabía que dolían tanto.
Otro día en que Mel ladró y ladró desde la carretera, Verónica se asomó a la ventana de la cocina y vio a su hijo plantado en medio de la carretera con su triciclo. El niño se había despistado de su padre y el perro no sabía como convencerle de que aquella no era tan buena idea. Verónica lo recogió a toda prisa del cambio de rasante y casi en cuanto lo quitó pasó un coche a suficiente velocidad para dejarla temblando.
Era un perro guardián sensato e inteligente, además de una alarma barata que libró de extraños y curiosos la puerta abierta de par en par típica de los pueblos en que más que entre vecinos se vive entre familia.
La mañana en que Verónica llevó a Mel a vacunar a la clínica veterinaria le anunciaron que era un Mz, ella tuvo que reírse a carcajadas porque le sonó a marca de coche.
_ Eso quiere decir que es mestizo _dijo el veterinario y ella pensó en un indio apache mezcla de muchas razas, ah, dijo ella, eso de la raza auténtica le parecía una chorrada como cualquier otra, una excusa para hacerse con algo exclusivo. ¿Mel por Mel Gibson? Le preguntó él con ojos chispeantes, ella negó con la cabeza y le explicó que el nombre lo escogió su hijo, él no la creyó y a ella le dio lo mismo. Decía la verdad y si no le creían no era su problema.
Al llegar a casa le dio la cartilla del perro al niño y le comunicó que el perro estaba a su nombre y que debía cuidarlo bien. A partir de entonces compartieron bocadillo, sentados en el primer peldaño de la escalera hombro con hombro como dos buenos amigos.
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