Uno de mis primeros recuerdos en el pueblo es de la gente que detenía su coche para fotografiar vacas. Recuerdo la gracia que me hacía, me parecía algo sacado de todo contexto porque si algo rodeaba los prados de mi niñez eran montones de vacas pastando. Ahí donde hubiese un mínimo de prado había vacas. Por aquel entonces ni imaginaba que una niña de Madrid llegaría a responder que la leche salía de los briks. Su seguridad al decirlo equilibraba en la balanza mi estupor al verla a través de la pantalla de la televisión, y al instante recordé un pequeño detalle.
Hace taitantos años una niña de asturiana viéndonos sacar patatas de la tierra nos preguntó cómo habían llegado las patatas hasta allí. Creímos que bromeaba y nos reímos lo que quisimos, pero no tardamos en comprender que ella nunca lo había visto, no había más que mirar sus ojos llenos de luz. Al explicarle el proceso se quedó maravillada, y se pidió participar. Le pedí que echase todas las patatas que sacara en un caldero vacío y que no lo perdiera de vista, para hacer una tortilla de patatas al terminar. La tortilla era una tortilla de patata como cualquier otra, doy fe, pero ella nos aseguró que era la más rica que comió en su vida, y tuvimos que creerla por lo mucho que insistió.
Aún estaba pasmada porque pudiesen sacarse patatas de verdad de entre la tierra con una fesoria. Sí, han leído bien, aquí a las azadas las llamamos fesorias. La niña por aquel entonces tenía ocho años, y vivía rodeada de tierras de labranza desde que nació, pero sus padres nunca sembraban. Al año siguiente la avisamos para la taja de patatas, tal y como habíamos quedado, después nos ayudó a sembrarlas. A partir de entonces siguió bien de cerca el proceso de todas las hortalizas de nuestra huerta y se hizo asidua en toda clase de recogida. Hasta lo más simple resulta apasionante cuando se le presta atención, verla trenzar cebollas era todo un poema.
Pues eso, cuando era niña y un coche de turistas se detenía a retratar vacas en los alrededores del pueblo en que los niños andábamos compitiendo todo el día para arriba y para abajo hasta saber quien era el más veloz, o el más fuerte, me parecía algo fuera de toda lógica que un coche irrumpiese nuestra actividad para retratar el tranquilo pastar de una vaca. No podía concebirlo, porque entonces no sabía la suerte de acercarme hasta ellas cuando quisiera y contemplarlas hasta el cansancio. Ahora sé exactamente lo que sentían. Mi marido también sabe cómo es la sensación de detener el coche ante la urgencia, casi siempre imprevisible, de que yo pueda retratarlas. Y compartirlas desde aquí, a sabiendas que a día de hoy, muchos ni sueñan con tal lujo.
Las vacas que antes poblaban los prados eran todas de manchas negras y blancas, porque eran de leche. Esas ya no rinden y todas las tienen de color marrón, porque son de carne.
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