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domingo, 22 de agosto de 2010

Al mal tiempo buena cara

En el pueblo marinero por el que paseo, hay una calle peatonal que lleva hasta el puerto. Y unos pisos bastante nuevos con un ventanal enorme en el salón, en el segundo piso de ventanas granates un sillón junto a la ventana donde un señor muy anciano observa la calle. Suele vestir un pijama azul marino y una bata granate, sujeta entre las manos un periódico y de cuando en cuando mira a la gente que pasa.

A mí me gusta caminar fisgando el interior de las casas, pared amarilla, mueble clásico, cortinas de piolines cabezones, un gran oso blanco sobre el mueble, un cuadro de un barco...me refiero a eso, me encanta la mezcolanza que se es capaz de acumular mientras se camina. Por eso, precisamente un día me topé de frente con la mirada de ese señor apoltronado en su sillón. Nos miramos de frente un segundo y me saludó con la cabeza, algo azorada -lo reconozco- le saludé también. Desde entonces nos miramos y sonreímos sin llegar a saludarnos, yo siento una gran admiración por él y creo que él a su vez me admira también, porque puedo patearme la calle sin problemas, algo que hace tiempo que él no puede hacer.

Eso lo había deducido sin saber muy bien porqué, bueno, porque es un hombre muy anciano. Pero el domingo pasado estaba tomándome una pinta de mosto en un bar y le vi entrar agarrado del brazo de una nieta, eso imagino. Me miró y me saludó, yo le saludé también y de nuevo le admiré. Le calculo unos noventa y dos años, blanco como la leche, muy huesudo, se ve que un hombre estudiado, con un nivel alto de ingresos. Se pidió un mosto también, y repasó con la mirada a todos los presentes, después repasó el mobiliario, como si quisiera conservarlo todo fresco en la memoria hasta la próxima vez que volviese a entrar. Que se sintiese con las fuerzas suficientes para hacerlo.

_ ¿Conoces a ese hombre?_ pregunta mi marido_ te acaba de saludar.
_ Sí, le conozco. Por eso me saluda.
_ ¿Y quién es?
_ Vive en el piso de al lado.

Podría decirse que soy Mari-secretitos, pero hay mil cosas que no se pueden explicar, al menos no a quienes no pueden entenderte. Por eso me gusta relatar, porque en un relato sí cabe de todo. Cabe incluso la elegancia de un hombre muy mayor, vestido de domingo dentro de un restaurante de estilo marinero, con sus redes de pescador adornando las paredes.

El hombre se apoyó en su bastón y en el brazo que su nieta - imagino, por el cariño y orgullo con que lo acompañaba- le tendía y se fue a pasitos pequeños, no sin antes despedirse de todos los presentes. Desde entonces su ventana está vacía, y a mí me da que pensar. Espero volver a verle un día de estos y poder enviarle un saludo que le deje muy claro lo muy importante que es ya para mí saber que está plácidamente sentado en su sillón junto a la ventana. Respirando el yodo de la mar, y recibiendo el calor confortable de un sol de verano.


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