De nuevo su ordenador se saturó de tanto corregir sobre lo escrito. Se negó a encenderse con normalidad y de buenas a primeras perdió el archivo que le obligaba a arrancar. Al principio Ella peleó con nerviosismo, después con vaga esperanza, después con resignación. Y pasado el tiempo se recriminó no haber invertido ni un euro en tinta para imprimir las miles de páginas que ahora quedaron en suspenso otra vez más. Quizá sobre el halo de indignación flotase la seguridad de tenerlo todo distribuido en disquetes y la tranquilidad de poderse dar unos días de verdadero descanso.
De nuevo lo realmente fastidioso era llevar el ordenador a la tienda de arreglo. Exponerse a que cualquier ojo indiscreto rondase por allí. Por ese mundo imaginario tan sublime y tan secreto.
Por ese lugar del mundo sujeto a sus propias normas.
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