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lunes, 11 de octubre de 2010

Allí donde habla la niñez

Es de noche, el mar bate con fuerza lamiendo las orillas del alto muro que bordea la iglesia, los barcos han alcanzado el asfalto en espera del tan temido temporal que no se presentó. Son las ocho de la tarde y apenas hay estrellas pero la luz de las farolas otorgan esa claridad diurna que ya no hay, una luna tímida asoma de cuando en cuando por entre las nubes, perfilando con su aura la iglesia antiquísima de noble estampa que vigila a los barcos en alta mar. Dentro de la iglesia hay un cristo crucificado al que de cuando en cuando acudo a rezar, a sabiendas de que mi fe se debate en mil olas de espuma, que viene y que va, de ahí que suela rezarle sin esperar demasiado, nunca sé lo que debo esperar a cambio de aquello que ofrezco, pero santiguarme con el agua bendita antes de irme me abriga el corazón. Esa es toda la fe que puedo destilar, y toda cuanta tengo le ofrezco, a él que me mira como si me estuviese viendo, crucificado en el centro del altar.

La iglesia está alzada en un lugar de ensueño, tiene jardines hermosos alrededor, y un banco de piedra a lo largo del muro para sentarse, y cabildos por sus cuatro costados donde los jóvenes se reúnen para refugiarse de la lluvia en grupos pequeños; algunas parejas aisladas se confiesan su amor mientras las olas baten al mismo ritmo agitado de su oleaje interno.

Estos alrededores me hablan pausadamente de mi propia fe, siempre divida entre el quiero y no puedo, pero rendida en admiración por toda la magia que se desprende de este lugar. A solo un vistazo el mar infinito, el cielo insondable, y el horizonte donde la luna se refleja en otra mitad. Paseando en sus alrededores no tengo aspiraciones, y todos mis pensamientos se encuentran en paz. Nada cambiaría por el placer saludable de recorrer la distancia de mi casa hasta aquí las veces que quiera, y bajo el haz de sombra de esta imponente iglesia ponerme a pensar, o entrar en su interior de altísimos techos; inabarcable casi a la mirada, silenciosa, impresionante en antiquísima belleza, abrigadora del alma, y quedarme callada todo el tiempo que quiera sin que nadie me venga a perturbar. Me gusta este lugar justamente por eso, y el párroco parece intuirlo, me mira un segundo mientras arregla el altar, le gusta que la gente acuda para sentarse un rato, por eso mantiene abiertas al mundo las puertas de Dios en un tiempo en que todas las iglesias se cierran a cal y canto.

Me gusta este lugar y a pesar de llevarlo viendo toda una vida, cada vez soy más consciente de todo su embrujo. Nada cambiaría por poder disfrutar de estos pequeños lujos que me brinda la vida, y tan solo esto sé. Sé que no existen lugares que puedan hablarme como estos lo hacen, porque en estos lugares se encuentra mi niñez, dicta mientras camino.

2 comentarios:

  1. Es cierto, a veces una sola palabra dice más que un ciento de ellas. Te agradezco el comentario.
    Saludos

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