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martes, 23 de noviembre de 2010

Lucha de poder

Las cosas se pusieron tan feas que Patricia decidió ponerse a trabajar, y a Berto no le quedó otra que aceptarlo pese a haber estado luchando contra ello toda su vida. La quería en casita y a ser posible en completa soledad, hábilmente la había ido apartando del mundo y la había dejado exclusivamente a su merced, ella había protestado y se había encontrado con tantos problemas y discusiones que finalmente sucumbió, y aceptó el destino que le había sido impuesto porque entendía que se podía renunciar por amor.
La crisis fue una buena oportunidad para recorrer la distancia desde su casa al mundo y en pocas semanas de buscar trabajo lo encontró, un trabajo a su medida, un puesto en una frutería con un horario que ella misma estableció y un transporte público que la llevaría de vuelta a casa antes de que Berto saliese de trabajar. Todo perfecto.
Trabajar le devolvió la vida que recordaba, el sentirse útil todo el tiempo ante ella misma y los demás, llenó sus horas de ajetreo, de charla, de sonrisas, de entretenido trajín y de nuevas aspiraciones que la oxigenaron por dentro.
Berto pudo ver la diferencia desde los primeros días y arrugó el entrecejo, enmudeció de un modo sospechoso y se ocupó en llenar el interior de todos los armarios de la casa de quejas, Patricia las fue doblando y colocando, de modo que apenas lograsen estorbar. Estaba feliz de haber encontrado una ocupación que la llenaba de vida, que le permitía vivir con más holgura y encontrar un espacio para sí, y para todas las cosas que creía imprescindibles, como conversar con muchas gentes diferentes, de las que diariamente aprendía un montón. Sus ojos en el espejo le devolvían una luz que llevaba muchos años apagada, sumida en la soledad de un hogar donde las paredes permanecían todo el tiempo silenciosas, una luz que esperaba en silencio que se apagara, pero que sin embargo brillaba más y refulgía en los ojos de Berto con un aura de sospecha que pasaba a llenar también los armarios, y que ella doblaba con esmero sin saber donde guardar, rebosaba sospecha por todas partes sin que nada lo pudiera remediar.
Dejó de afeitarse y de cambiarse de ropa, sus zapatos dejaron de pisar la casa con sonoridad, comenzó a protestar por la comida a todas las horas, por esto y por aquello, escondiendo que en realidad lo que estaba era celoso, de que todo el mundo a todas horas le hablase de la eficiencia de ella, de lo muy cambiada que estaba y lo feliz que se la veía mientras trabajaba, y los muchos clientes que se sumaban cada día en la tienda. Él comprimía sus labios hasta que las arrugas se le acentuaban, los ojos se le achicaban y el silencio gritaba, entonces llegaba la hora del ahueque y del ya hablaremos. Y de doblar en los armarios toda la indignación, que también iba buscando su espacio, allí donde ya ni había.
Comenzó a quedarse días enteros de baja, aquejado de una enfermedad que nadie sabía diagnosticar. La llamaba cada veinte minutos por teléfono, y cada vez con una excusa distinta: se había terminado el champú, no encontraba su camisa azul, no estaban planchados sus pantalones grises, el gato no tenía pienso, había una mancha de humedad una esquina del cuarto, la pintura de las ventanas se empezaba a desconchar, los espejos tenían huellas de dedos, había pelusillas debajo del sofá. Así estuvo días semanas y meses.
Patricia no pudo más, y decidió despedirse a sí misma del trabajo, regresar de nuevo a casa y renunciar a su sueldo por un poco de paz. Berto volvió a afeitarse, a cambiarse de ropa, a sonreír como un bobo a todas horas, dejó de ver pelusillas, huellas en los espejos, de saber que se había terminado el champú, y sus zapatos comenzaron a chasquear de un lado a otro.
Patricia se quedó sin brillo en los ojos, sin sonrisa en los labios, sin gente diaria a la que recibir, sin sentirse útil, y sin sueldo propio. Ya no quedaban ni rastro de las quejas y sospechas que había dobladas a toneladas dentro del armario, ni hubo más llamadas telefónicas de Berto a ninguna hora, ni protestas por la comida o cosa cualquiera.
Siguió habiendo manchas de humedad, pinturas desconchadas, ropa sin planchar, huellas y pelusillas, toneladas de hastío para doblar y guardar dentro de los armarios, pero Berto ni lo vio, solo veía la vida que quería para sí en el lugar correcto, y Patricia veía algo que nunca vio, algo que nunca quiso reconocerse... pero todas las noches soñaba que Berto era su carcelero.

2 comentarios:

  1. Un bello relato y un problema real los celos, amor o posesión, pienso que es falta de confianza de temor a perder a la persona amada, sospechas que se basan en hechos infundados creando un estado que nubla la razón…. Patricia se quedó sin brillo en los ojos, sin sonrisa en los labios, sin gente diaria a la que recibir, sin sentirse útil, y sin sueldo propio…presa de su carcelero…
    Ante una relación así se tendrían que plantear muchas cosas, no es convivencia, es sometimiento, no es amor…

    Un inmenso beso Begoña

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  2. Totalmente de acuerdo. Hay mil formas de amor que no es amor. Y supongo que mil maneras de desentrañarlo.

    Besos

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