Alberto llevaba tiempo deprimido porque su pequeña empresa iba de mal en peor y no quería despedir a ningún trabajador. Llevaba toda la mañana dando vueltas con su camión de empresa intentando recaudar una mínima parte del dinero que aún le debían. Eso de ir de casa en casa reclamando aquel dinero que sabía de antemano que no podría cobrar le irritaba sobremanera, pero era todo cuanto podía hacer para poder capear el temporal ese mes funesto y esperar que las cosas comenzasen a cambiar.
Pese a los muchos años que llevaba al mando de Sinop jamás se había sentido peor, estaba realmente desesperado y apurar los pagos que había prometido aceptar como viniesen le revolvía el estómago hasta el punto de sentirlo incrustado en su espalda. Para colmo de males llevaba toda la mañana lloviendo fuertemente y hacía un frío de congelador, con lo que no tardaron en caer los primeros copos de nieve. Se apuró en bajar el puerto antes de que la cosa agravase, y zanjó todos los hogares que quedaban por visitar, no sabía como se las arreglaría, pero algo ingeniaría y mientras conducía sentía el tictac del corazón en el centro de su cabeza, primero débilmente, después más fuerte cada vez. Era el cúmulo de estrés de las últimas semanas que hacía acto de presencia sin avisar, después le atenazaría el cuello y se iría extendiendo por los hombros hasta dejarle la espalda tan rígida como una tabla de planchar. Sin pensarlo dos veces se detuvo en una cafetería para tomarse una tila bien cargada.
Se escuchaba de fondo un cántico extraño que no tardó en descifrar, era el de los niños de San Ildefonso cantando la lotería de navidad.
- ¿Ha salido el gordo?_ preguntó más que nada por intentar distraerse con un poco de conversación.
- Es el único que queda por salir, veremos donde cae este año_ le respondió el camarero antes de perderse un buen rato en la cocina.
Un estrépito capaz de tirar los tabiques abajo anunció que el gordo acababa de salir. El número llenó la pantalla unos instantes y parpadeó dentro de su cabeza, agotada por completo de pensar. Le pagó al camarero y regresó al camión. Apenas había arrancado cuando sonó su teléfono móvil con insistencia, era su mujer, y la verdad que no sabría cómo decirle lo que le debía decir.
- Dime_ le dijo sin entusiasmo.
- ¿Sabes en qué podríamos invertir 30.000 euros?
- Sí, se me ocurrirían unas cuantas cosas, la verdad_ hubo una esperanza lejana que cosquilleó en su pecho- ¿a que viene esa pregunta?
- Es justo el dinero que nos acaba de tocar.
Alberto observó el lugar inhóspito en que se encontraba. Rodeado de bosque, en un mediodía en que comenzaba a oscurecer, los copos de nieve cayendo cada vez con más fuerza, los coches circulando despacio y dejando huellas de neumáticos tras de sí. Puso el manos libres y la voz aterciopelada de su esposa siguió hablando y hablando mientras bajaba el puerto y regresaba a casa. Mientras recuperaba la calma que tanto tiempo le había faltado y pensaba en llegar a casa y encontrarse con ella nuevamente, lejos de los agobios. Nada deseaba más.
¡Misión cumplida, Begoña!
ResponderEliminarEl punto álgido es ese "Dime" sin entusiasmo. Es el botón que abrocha la rugosidad áspera con el terciopelo.
Y me gusta lo del "tic-tac del corazón en el centro de la cabeza".
¡Cuántos golpes de buena suerte caben en una vida!.....
Saludos,