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lunes, 22 de noviembre de 2010

Era un nómada confeso

Nació miedoso, el más miedoso de todos los que haya visto, y ya desde el principio no se dejó querer. Se escondía bajo el tanque del gasoil de calefacción y no había forma de sacarle de allí, que era su refugio. Cuando estaba de buen humor podía asomar sus bigotes una cuarta y dejarte ver sus ojos negros, desconfiados y ausentes unos segundos, para hacerse invisible otra vez, y sordo a todas las delicias que le hubieses traído con la esperanza de hacerte su amiga por una vez y ganarte su confianza para siempre. Pero era impertérrito en su capacidad de mantenerse a salvo de cualquier ser humano, supongo que era parte de su naturaleza, o de su aprendizaje de vida.

Y es que su madre les tuvo a los tres en una casa abandonada, lejos de los gatos de la casa, quizá para que no viniesen a molestarlos y obtener así un algo de intimidad. Quizá no calculó que en verano pueden venir días de mucha tormenta y viento, escapados el resto de días de calor, porque la naturaleza es siempre imprevisible. Lo cual no evitaba que ella viniese a casa para alimentarse alguna vez, y que iniciaras pesquisas tras ella en busca de sus hijos, y que ella más lista que tú te llevase lo más lejos posible y se mantuviese quieta el tiempo suficiente para desesperarte y desentenderte de ella advirtiéndole que era una madre negligente y que algún día pagaría por ello. Se lo decías y en el fondo sabías que eras una paranoica y ella una madre ejemplar, harta ya de que todos sus hijos terminasen despareciendo bajo las ruedas de un coche. Esta vez creyó hallar la solución, en el refugio improvisado de una casa eternamente en venta y dejada a su suerte por sus muchos herederos. Lo bastante lejos de la carretera quizá para darles a sus hijos una vida no más cómoda pero tal vez más segura.

Eso creyó hasta la noche en que la raposa hizo acto de presencia e incordió, y regresó con sus tres hijos a saber cómo hasta la casa. Y escuchaste maullar débilmente y al volver un barreño semivolcado por el viento los pudiste ver por primera vez, dos marrones rayados a lo tigrés y uno negro de hocicos blancos y blancos calcetines, tan gracioso que no se dejó atrapar y huyó despavorido mientras te llevabas a sus hermanos al interior del sótano y les dabas leche. Después fuiste tras él y conseguiste que se encajara de tal forma tras el saco de big bag repleto de arena que creíste que se ahogaría sin remedio y te rendiste a su mala suerte provocada en parte por ti y tu absurda insistencia. Te pasaste la mañana en un ay, y sin querer asomarte, sin poder concentrarte y sin poder llevar a cabo tus muchas tareas, solo las imprescindibles. Porque sabes que hay cosas que solo te pasan a ti y que no podrás evitarlas a más que quieras. O eso creías porque cuando reuniste el valor de salir a mirar ya no estaba allí, y volviste a tus pesquisas hasta atraparle, no sin un premio de arañazos ensayados para ti. Todos tus tatuajes acaban siendo repentinos temores gatunos que luchan por zafarse de tu empeño de protección, no sé como te arreglas, eso pensabas mientras le llevabas con sus hermanos aún sin creerte que siguiera vivo después de encajarse de aquella forma entre quinientos kilos de arena y la malla del cierre. Era un gato desnutrido, flacucho hasta no poder más y tan pequeño que te sobraban manos para llevarlo al lugar del que no le dejarías escapar hasta que doblase en tamaño y docilidad, aún no tenías ni idea de que hay personitas que no se dejan embaucar y que una de esas personitas se escondía tras sus ojos quietos, tras su mirada de no me convencerás y tras su actitud sellada a cal y canto. Pero deberías saber que convives con demasiadas personas que se dejan todas las puertas abiertas una y otra vez, y que tardarías meses en volver a verlo.
Mientras sus hermanos permanecieron allí atentos a tus cuidados él se fue para no volver, era un nómada confeso.

Y regresó después de mucho tiempo en que hubo un sonoro vendaval, tanta lluvia como tuvo a bien caer, y se quedó en el prado, mirándote a través del ventanal, retándote a que fueras a por él, porque ahora aceptaría de buen grado tus cuidados. Así lo pudiste entender, y se dejó atrapar mansamente, e incluso apoyó su cabecita entre tus brazos, sumiso y obediente como no lo viste jamás, tan delgaducho como nunca y mirándote con sus ojitos de súplica. Parecía suplicarte cuídame, ahora sí que me dejaré cuidar, ahora sí he aprendido la lección y no voy a escaparme más, al final te he comprendido. Pero no fue capaz de beber apenas, no pudo comer y se quedó en su canasto de trapos muy quieto junto a sus hermanos. Se dejó acariciar hasta dormirse, y despertarse después, parecía arrastrar un cansancio de siglos y un hambre de cuidados jamás imaginado. Comenzó a comer despacio, más seguro ya de sí, y a las tantas de la madrugada te fuiste a dormir, esperando un feliz mañana. Pero la mañana tuvo que comenzar sin él, rígido en su lugar, abandonado por sus hermanos que dormitaban sobre la alfombra muy lejos de su frialdad mortal.

...Lo mismo de nuevo otra vez, pero de distinta forma...


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