Durante el día de ayer podían contarse, eso sí, siendo lo suficientemente paciente miles de personas en la playa y cientos en sus alrededores. Soy Mari-me-agobia-la-multitud, eso ya lo he dicho mil veces, o eso creía sinceramente, pero resulta que solo me agobia un tipo de multitud, la ruidosa en todas sus formas, tanto más cuanta más agresividad desborde.
Esta temporada estoy más susceptible de lo normal por ciertos cambios que no tenía previstos para esta época de mi vida aún, en la parte de la que suceden. Y eso conlleva que intente dirigir a los míos como personajes de mis propios escritos, condenados a hacer de sí lo que yo quiera. Esto es: esta tarde yo te pongo en la terraza, a la sombra del gazebo, si quieres con el ordenador conectado a Internet y te hago de asistente, pero quédate; a sabiendas que si me obedeces no te dejaré moverte de mi lado ni un día más. De este humor estoy, insoportable incluso para mí misma porque mis hijos crecen y se hacen independientes, y piensan y deciden por sí mismos... Por ello - para encajarlo de un modo eficaz para todos- me concedo largos paseos en solitario por los alrededores del mar, que me devuelve las neuronas a su sitio, si las mías como las de todo el mundo alguna vez tuvieron su lugar de un modo exacto.
Ayer volví a recordar esas tardes de mi niñez en que iba a la playa, y volví a echar de menos el detalle más precioso, y me volvió a crujir por dentro lo distinto de esos tiempos y los de ahora, recordando las palabras de khalil Gibran en Tus hijos, que el pasado día de las madres puse en este blog, y que son para mí una guía imprescindible, ya que el pasado nunca vuelve ni se detiene en el ayer.
En un escrito de ciento y tantas páginas que nunca será publicado en editorial alguna,- porque he desistido de publicar, de concursar, y de intentar ser lo que no soy-, reflejo algo que a Carlota le impactó, porque creyó sacado literalmente de mi imaginación y nada más lejos:
Las ancianas que iban con sus nietos a la playa, todas vestidas de luto, con su pañoleta negra bien atada y su labor de punto. Por entonces el dique tenía una base de hormigón de extremo a extremo en forma de banco, y sentadas unas al lado de otras tejían camisitas de bebé que eran verdaderas obras de arte, patucos, gorritos y demás preciosidades que yo me detenía a contemplar. Si tuviese que decir qué parte echo más de menos de todo aquel tiempo de playa y de vida, sería eso. Las mujeres de hoy en día no tienen abuelas capaces de tal maestría digna de contemplar, ni quizá posibilidad de pillarlas un poco distraídas en su labor, para hábilmente someterlas a un interrogatorio exhaustivo de la época en que ellas mismas fueron jóvenes. Cuando estas abuelas estaban distraídas tejiendo bajo un sol espectacular y te pedías tus agujas y tu hilo para imitarlas les dabas tal satisfacción que te hacían un hueco en medio de todas y te respondían a todo. Te hablaban de la siega, y de la siembra, del sayado y el trillado, y años después de su primer amor, que fue el último también y de las trifulcas paternas que se fueron acompasando con el tiempo y derivando en una vida más o menos feliz, con la crianza de muchos hijos que a su vez les dieron nietos. La estampa de la playa de hoy es otra cosa, la verdad, Miami beach en todas sus vertientes, dichosa tele.
Por último apuntar que de mi abuela materna nunca obtuve más que un ceño bien fruncido y un eterno silencio ante mi sarta de preguntas, un silencio sospechoso la verdad, que pagué con idéntica moneda. De este modo se perdió las risas provocadas por mis desventuras del momento, mis reflexiones aventuradas y mi pragmatismo. Para quien no lo sepa aún ahí va mi única certeza, la vida es una balanza que tiende siempre al equilibrio y por ello siempre recibes lo que das. No hay concesiones.