Rosa tuvo su regalo de cumpleaños, fue a un lugar donde rezaba: paseos a caballo, y paseó a caballo durante una hora. Volvió con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes, y también con una invitación para repetir ese día completamente gratis, tal fue el entusiasmo de su profesor de equitación, que meses más tarde la envió a una escuela de salto.
Fue así como Rosa en unos meses más, ganó su primera escarapela en un concurso de salto. Sus padres hacían números y no les salían, pero Rosa tenía tal aptitud para saltar a caballo que la fueron apoyando mientras les fue posible. En tan solo un año había adelantado a niños que llevaban montando nueve años, que habían nacido entre caballos, y cuyos padres se dedicaban al salto. El orgullo de Rosa tan solo era proporcional a la calamidad de sus padres, que de buenas a primeras se vieron envueltos en un mundo demasiado caro para sus secos bolsillos. Junto a Rosa había varios alumnos a quienes les pasaba lo mismo, les sobraba aptitud para ganar, pero les faltaba posibles. Y la crisis les venció, y fueron desapareciendo poco a poco de las cuadras. En ellas solo quedaron los niños con caballos estabulados. Solo ellos siguieron entrenando a diario y participando en concursos, que por primera vez sí ganaron.
Rosa terminó teniendo suerte, porque sus padres después de varios años pensando en los pros y los contras, le compraron un caballo. No un caballo de salto, o un caballo para concursar, porque jamás tendrían dinero con que sortear tantos costes, sino para pasear. Y cedieron a su única petición, la elección de su caballo. Está muy feliz con él, pero cuando asiste a un concurso como espectadora se le cae el alma a los pies, y comenta que ella lo haría mejor. Todos saben que es verdad, pero la verdad no siempre lleva las de ganar: la vida no es un concurso.