Ellos esperan a que baje cada mañana las escaleras, les llamo y me salen a recibir, yo premio su rapidez con palabras de ánimo y mimos, me siento en el taburete bajo y los miro durante un buen rato, ya los echo de menos antes de buscarles a una buena familia que los acoja. Siento que cada uno de ellos es mío y que tengo la gran responsabilidad de que de aquí en adelante sean cuidados con esmero, doy por hecho que todo lo que reciban lo recompensarán con creces. Me repito lo que dije tantas veces "me gustan más los gatos que los perros", creo que la frase correcta sería "siempre tuve más gatos que perros", siento ahora que los perros me gustan más. El año pasado Cloe tuvo cuatro, este año tiene seis. Los anteriores, pintados de la forma más simpática en marrones de todas las tonalidades, este año en la paleta de colores predomina el negro, blanco y gris. Quiero quedármelos todos por la forma en la que enriquecen mi vida, hace apenas seis semanas que llegaron y es como si desde siempre estuvieran aquí.
Les bajo un poco de leche con pan, los veo saltar cuando apenas consiguen caminar, me miran moviendo sus cabezas con alegría. Los más avispados comen hasta que sus barrigas se comienzan a abultar, los más torpes lamen un poco el líquido y juegan como cachorros de leones entre sí. Mientras las noticias de los diarios son cada vez más deprimentes yo me quedo allí, viendo como la parte más gratificante de la naturaleza sigue su ritmo con la habitual belleza que en verdad la caracteriza. La vida se sigue abriendo paso con elegancia, terca a dejarse restar por la avaricia y la falta de escrúpulos de unos pocos, aunque ocupen los cargos de mayor importancia de un país. Para la naturaleza que es todo renovación, todo se renovará. Eso es lo que decido después de perder un trozo de mañana, contemplando a esos cachorros de los que un día solo me quedarán muchas fotos y retazos en la memoria. De momento me basta con saber que el más tontito y adorable de todos será regalado por un abuelo a su nieta de cuatro años. Ya solo resta pensar en el futuro de otros cuatro, porque uno sí me lo quedaré. Pienso que la vez anterior también nos quedamos uno y de tanta excelencia como albergaba nos lo robaron, alguna vez pienso en él, en el único que quise cuidar para siempre y del único que en el presente nada sé.
Cloe termina volviendo de sus carreras por el prado y recuerdo el día en que llegó a casa, se sentó en las escaleras y de alguna forma me hizo saber que se quedaría a vivir. Tenía una enorme cicatriz en el cuello y estaba en el puro hueso. Se veía que era noble, pero en cuanto intentabas acariciarla se tiraba en el suelo y solo temblaba. No traía chip, así que oficialmente nadie la reclamaba. Dedicamos dos años enteros a hacerle saber que pese al mucho maltrato recibido por su cuerpo, en nuestra casa nunca se la trataría mal, pero a pesar de ser así nos contradecimos, ella nos ha dado diez cachorritos de los que solo le regalaremos dos, y nos queda uno. Y ni si siquiera podremos saber si esta vez el que nos quedemos lo cuidaremos bien. Aunque por supuesto que nos comprometemos a hacer todo aquello que esté en nuestra mano.
Al rato de llegar, Cloe se cansa de mis cuidados y entra en la caseta, sus hijos corren tras ella dejando claro que dentro de todo el mundo, solo le pertenecen a ella. Yo recuerdo todo lo que me exige el día y vuelvo a subir por las escaleras. Me invade la sensación de que en cualquier especie siempre perdemos las féminas. No se me ocurre desgracia peor que quedarse sin aquello que se formó en tu vientre y desde tu vientre mismo se parió al mundo. Es una sensación que me llega desde la niñez, cuando una vaca paría y se vendía a su cría. Durante días enteros el silencio del pueblo quedaba suspendido por el mugido profundo y lastimero de aquella vaca, solo comparable al de las campanas de la iglesia anunciando un duelo o al bramido de los cerdos por San Martín.
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