El centro social, que es también centro de día está situado en un lugar privilegiado de la pequeña villa marinera. Es un edificio blanco edificado sobre las rocas de la cordillera, alto, muy alto y lleno de alegres ventanales que de un lado miran a tierra y del otro al mar. Por un lado ves a la gente que sube por el paseo junto a la torre del reloj y por el otro el mar en toda su intensidad, y las barcas que se mecen al compás marcado por el ritmo de las olas que llegan a puerto.
Es el lugar donde siempre digo que quiero pasarme la vejez, allí jugando a las cartas con mis amigas, o al parchís, al bingo o al dominó, entre estanterías de libros infinitas y plantas verdísimas, entre la quietud de las tardes aburridas en las que no se tiene a quien esperar. No quiero esperar por nadie cuando llegue a la vejez, no quiero condicionar a nadie a llegar a mi casa para divertirme en las tardes de un día cualquiera, quiero tener la agenda bien ocupada y que acuerden conmigo cuando van a llegar, para no sentirme limitada ni que ellos se sientan obligados. Me gustaría ser una anciana sin vejez, sin amargura, sin quejas, sin reproches, una anciana de tantas que llegan a ese hogar del pensionista, que es a su vez centro de día.
Da gloria verlas llegar, con sus chaquetones largos, sus medias de seda, sus zapatos de tacón cuadrado, sus blusas blancas, sus faldas negras, su pelo blanco bien peinado, sus perfumes suaves, sus pendientes de oro y sus aros de casadas, dobles ya porque son viudas. Llegan en grupos de cuatro, con la actitud de los niños pequeños que van al cole, hablando entre murmullos y riendo en susurros. Al entrar dejan sus chaquetones en el perchero, buscan un sitio y se sientan junto al ventanal que da al mar, las saludan las nubes blancas, el sol diáfano a punto de extinguirse y el cielo rosado si están de suerte. Sino las saluda el temporal que azota fuertemente en los cristales, el viento ensordecedor, o las olas rugientes que baten sobre el roquedal asentado bajo el último piso. En ambos casos la vista es espectacular.
Puede verse la pantalla de algún ordenador portátil conectado a internet, por ahí andaré yo - me digo en silencio mientras camino- leyendo vuestros blogs y sonriendo con vuestras ocurrencias; me gusta pensar en mi vejez así. Una vejez que no cuente hacia atrás, que no se regodee en el pasado, que exprima el ahora y el aquí hasta su última gota. Eso es lo que veo cuando miro hacia el cristal y están allí comiéndose las fichas y contando veinte de casilla en casilla, muertas de la risa porque van a ganar. Es una de esas estampas que te insuflan vida, que te hacen reflexionar y que te gustaría saber plasmar en un escrito para que otros la disfruten y les haga pensar que la vejez depende mucho de quien la ostente. Puedes amargarte o disfrutar, como en todas las etapas de tu vida.
En estos días saltaba una noticia a los telediarios que me hizo pensar en ese grupo de hombres (que también los hay, solo que son más uniformes, es raro que uno destaque más que los demás, la diversidad de una mujer es siempre como la de las flores) y mujeres que juegan a las cartas allí, o al bingo, o al dominó. En sus caras de felicidad radiante, puede leerse que es el momento de reunión que han esperado todo el día, todo ha valido la pena por esperar a las cinco y media y poder estar todos juntos y muy bien avenidos hasta las diez. Sin que digan nada, puede leerse que ese es ya su único lujo, estar juntos y pasar una tarde divertida, charlar y reír hasta desgañitarse, antes de volver a la soledad de un hogar donde las horas se hacen interminables con el lento tic tac del viejo reloj de pared como único fondo. Un tic tac que mientras la casa estuvo llena jamás se oyó y que ahora resuena como un eco trágico que marca el fin de todas las horas que aún esperan a venir, todas esas que en llegando se descuentan.
(Es justo al llegar aquí cuando entiendo que mi hija diga siempre que todo cuanto escribo es de suicidio y que nadie me va a publicar, me ha costado, pero al fin ya lo he entendido. Nadie me publicará jamás, pero es tal que así como escribo váyase a saber porqué, seguramente porque no sé, y sinceramente me da lo mismo)
En los telediarios de los últimos días apareció esta noticia que me dejó un infinito sabor a hiel, y un desánimo sin límite por los absurdos días que vivimos. Yo no supe contarla, por eso no lo hice, pero alguien la contó por mí. Aquí os la dejo.