Fueron educadas en colegios de monjas donde solo asistían las personas de mayor poder adquisitivo, pero nunca supieron desobedecer. Aún hoy, a sus setenta años no pueden ser incorrectas pese a verse a menudo envueltas en la soga prieta que llegan a ser las buenas maneras. Pocas veces hacen lo que quieren hacer, siguen la agenda que otros les marcaron desde la niñez. Las observo y me digo que me gustaría ser como ellas, vivir bajo esa disciplina que no admite quiebros, pero sé que me engaño, porque no deja de ser la misma que hace que cada día resulte idéntico al anterior: Y yo me asfixiaría sabiendo de antemano como transcurrirá cada minuto del día de hoy.
Admiro a las personas educadas, pero admito que no lo soy, si me paras en la calle para hablarme y no me interesas lo más mínimo porque tienes una lengua tan afilada que vas a cortarme en trocitos cuando me aleje de ti, sabrás al instante que me alejo no porque tenga prisa, si no porque no pienso perder ni un segundo de mi tiempo para dedicártelo a ti. Lo sabrás porque intentaré que te quede tan claro a la primera que no habrá el mínimo margen de error por obtuso que seas.
Mi educación solo llega hasta donde alcanza mi verdad, creo que todos los educadores del mundo deberían dejar un espacio a la persona para obrar según su criterio, pero claro, si hablamos de las buenas formas y quienes siguen esas modas aún en contra de sus propios sentimientos nos encontramos con relatos tan inverosímiles como una novela inventada desde el principio hasta el final.
A veces no hay nada tan ficticio como la realidad que se te presenta delante de los ojos, a menos que sepas mirar más allá de lo aparente. Justo donde termina el actuar.
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