Llegó el verano y la gran casona construida junto al mar abrió sus puertas. Cada mañana la recorre el silencio y el orden más absoluto. Se han plantado catorce hortensias en aquel jardín recién restaurado que asemejaba a un panteón, sus flores rosas y azules forman una perfecta combinación que rompe por completo el dramatismo del mármol negro. También el resplandor del mar bajo un sol de justicia contribuye en su contraste a que las enormes hojas de las hortensias tan verdes y tan grandes otorguen esa especie de paz.
Siento que no es necesario escribir. No preciso escribir. Se sienten tantas cosas y existe tal paz ahí adentro que no hay nada más restaurador que el silencio. La casa reúne a todos los santos habidos y por haber, algunos son de la época actual, pero la gran mayoría cuentan con siglos de antigüedad. Es como pisar un museo.
Hay algo hipnótico en ese lugar, como el germen de algo precioso que aún está por brotar. Presiento que utilizo todo el tiempo un tipo de teclado que no sabría nombrar, que no deja de registrar anotaciones que pese a todo no conseguiría encontrar. Quizá no escriba, pero me siento invadida por esa especie de paz infinita que se tiene después de haber compuesto un buen capítulo de una obra global.
Me reservo apenas unos minutos diarios para acompañarme allí dentro de un buen libro: Contra el viento, de Ángeles Caso. Esa será mi lectura de este verano. Mientras leo tengo la sensación de haber elegido el libro exacto dentro de aquella tienda de revoltijos que como librería improvisada nunca me dejará de asombrar.
Creo que vuelvo a estar inmersa en otro verano sin anotaciones en el que no obstante no dejaré de anotar. Es como si alguien ya me hubiese escrito la novela en la que me muevo como un personaje más.
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