Azucena era una joven hermosa que apenas asomaba a la vida cuando conoció a Pipo. Hasta entonces había seguido todos los mandatos de sus padres, pero él era de lo menos convencional. Siempre iba con un grupo de gente que andaba de fiesta en fiesta, y tiraba de ella, que comenzaba a tener los primeros problemas en su casa. Pero Azucena tenía los ojos más azules y más profundos del mundo, la sonrisa más tierna y las palabras más adecuadas al fondo de su garganta, por eso siempre los convencía y terminaban cediendo a todo lo que ella pedía; que iba pidiendo cada vez más.
Sus amigas comenzaron a apartarse de ella, y a hacerle advertencias, pero ella sonreía antes de responder que no entendían nada, de llamarlas sosas y aburridas, y de hacerles ver que había más mundos que el que les contaban. Ellas sabían que el problema era él, y que mientras estuviese tan ciega no tendrían nada que hacer, y le advirtieron por activa y por pasiva que ese chico andaba siempre con mala gente y que acabaría mal. Azucena se tomaba sus palabras a la tremenda y se tapaba los oídos para no escuchar, estaba enamorada hasta la médula y no era tan sencillo volver atrás, sus amigas le insistían de nuevo y terminaban discutiendo, así hasta que se terminaron enfadando de veras y ya no la vieron más. Sólo supieron de ella lo que les iba contando la gente conocida, y las noticias se fueron agravando cada vez más.
Hasta que un día entre las chicas que hacían la calle se vio a una rubia descomunal. Una chica tan glamurosa que no encajaba en la plaza vieja ni por asomo, dispuesta a subirse en cualquier coche que la quisiera llevar, a cambio de sacarse un dinero para su dosis. Entre que apareció Pipo en su vida y aquella secuencia pasaron diez años, pero para sus padres Azucena seguía siendo la hija ideal, más delgada, más ojerosa y pálida, más temblorosa, más callada y esquiva, pero una niña de la que nunca tuvieron queja, porque el único daño se lo hacía a ella, que apenas paraba en casa ni a descansar, y menos para escuchar consejos, escuchar consejos ajenos siempre se le dio mal. Ni el día en que Pipo la dejó tirada quiso admitir que ya se lo advirtieron, aumentó la dosis en sus venas y lo fue llevando como pudo, siempre muy mal. Así hasta la sobredosis que sacó a sus padres del limbo, y llevó a sus amigas junto a su cama de hospital. Lloró al saber que aún la querían, no contaba con ello, se sentía tan mal consigo misma que estaba sin fuerzas.
Le dieron aquel alta y después muchas otras. De los cielos bajó a los infiernos y de vuelta a subir y bajar. Se pasó saliendo y entrando otros diez crudos años, en que el mismo demonio rehuyó su presencia, estuvo al borde de la muerte veces incontables hasta desengañarse. Ahora ronda los cuarenta y al fondo de sus ojos azules como el mismo cielo se advierten mil sombras, queda un halo de su belleza despierta y también el cansancio de los ochenta años que jamás cumplió y que en sí representa; los cuarenta años de anticipo que ya se gastó.