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jueves, 23 de diciembre de 2010

Se rebajan las penas

Es algo que se acaba de decir en el telediario: se rebajan las penas para los pequeños narcotraficantes. Lo sentí como un puñetazo en la boca del estómago, se me revuelven las tripas, es mi afrenta personal contra todas las sustancias que restan a las personas en vez de sumarlas, que les promete el cielo y les condena al infierno eterno, tan desolador para ellos como para quienes de verdad los quieren.
Este gobierno tiene la virtud de crisparme los nervios cada mañana, de sumirme en la desesperación con esa costumbre tan suya de aprobar todo cuanto le viene en gana. Tengo la impresión de que algunos - entre los que me encuentro- salimos más desfavorecidos que otros con su mandato y que se dedica a repartir los palos entre aquellos a quienes asegura defender.

Me parece incongruente que la ley anti tabaco se asevere de tal forma con la conciencia de que fumar mata. Y no se castigue con más ahínco traficar con drogas. O dedicarse al menudeo, sabiendo a ciencia cierta que tal menudeo pulula para enganchar a los niños inocentes. Está en cada salida de clase, en cada recreo, en cada parque, en cada entrada a la discoteca, en los lugares más insospechados...por todas partes, y tal parece que no quiere advertirse.
Mi cruzada contra las drogas tiene caras, caras de mucho sufrimiento detrás de cada enganchado y caras de felicidad en cada camello que vive a cuerpo de rey a costa de la salud física y moral de cada cliente.

Escribo estas palabras llena de indignación, me molesta profundamente que el mundo se empeñe en funcionar alrevés. En todo caso debería rebajarse las penas de los enganchados, facilitarles terapeutas que les ayuden a salir del pozo en el que se encuentran. O garantizar que no compran cal de pared, ácidos, amoniacos, o demás fórmulas demoníacas a cambio de su dinero. Debería de rebajarse la hipocresía y aumentar las penas de quienes trapichean con la salud de los demás, y no dejarles campar a sus anchas y crecer como el musgo por todas las esquinas. En nombre de todas las familias que he visto sufrir no puedo callarme, en nombre de todos los jóvenes que he visto envejer prematuramente y después morir no puedo conformarme, y a mi modo desde aquí doy rienda suelta a mi decepción de que todo funcione alrevés de como quisiera.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

No existe el adiós

No existe el adiós para la gente que ha sido nuestra. Existe tan solo un sigues aquí al que hemos de enfrentarnos cada segundo de nuestra existencia.
Tal vez por eso escribimos, para darles la vida que aún se merecen, para dejarles latir aunque sea en papel, para hacerlos nuestros de otra manera.

Fumar mata...

Y quedarse al paro sin posibilidad de encontrar un nuevo trabajo
y comenzar a bajar los peldaños del mal vivir
y mirar la cuenta del banco que baja y baja sin remedio
y descubrir que tu despido se abarata cada vez más
y ver que las ayudas del paro aún son más canijas
y ver que los precios de todo suben más y más
y ver que los impuestos se duplican sin medida
y ver que los gasoleos cada vez son más caros,
ver que entre ricos y pobres cada vez hay más brecha
y que son los primeros quienes tienen poder.
Mata saber que las empresas se llenan enchufados,
que no saben hacer su trabajo y se quedan lo bueno,
gente joven a trabajar, pero lo malo es del viejo.
Mata tanto como el tabaco la realidad,
pero claro, de esa ni hablamos, la pasamos por alto,
no se hace estadística, no interesa mirar,
ponemos el foco más grande allí donde interesa,
nos llenamos de ruido, repeticiones, intenciones varias
y seguimos adelante a como de lugar.
Todo lo que importa es seguir estando donde estamos
aunque estemos en el lodo, eso no importa,
siempre podremos disimular, hacer como si nada,
ruido, ruido, ruido, mucho ruido de fondo
para que no se escuche el desastre final.


Nota: esta es una de tantas entradas que podría ahorrarme, pero lo siento, no soy de ahorrar ;)

martes, 21 de diciembre de 2010

Frase

El hombre vale tanto cuanto él se estima.

Rabelais

lunes, 20 de diciembre de 2010

Un grito sordo

Sergio conducía, Ella medio escuchaba su conversación mientras admiraba las tonalidades de la noche recién estrenada y pensaba en montones de cosas a la vez. El pasado, el presente, el mundo real y el ficticio mantenían una enconada conversación al fondo de su mente, formando una algarabía de locos en la que intentaba dilucidar una conclusión final que llevase a alguna parte. Esa charla se calló de pronto, en cuanto alcanzaron la rotonda de entrada a la villa marinera, y un luminoso Feliz Navidad custodiado por dos estrellas fugaces vueltas de espalda arrancó una luz amarilla fluorescente a la noche. Avenida abajo medio kilómetro de figuras enormes colgadas al final de cada farola distrajeron su atención, la decoración más bonita de cualquier Navidad se sucedía sin descanso mientras avanzaban. Solo en el último semáforo pudo respirar, y de calle en calle se repitió lo mismo hasta que aparcaron junto a la estación.
Se bajaron del coche y recorrieron a pie las calles de siempre, bajo los adornos navideños más exquisitos que pudiesen contemplar. Iban hablando de la incongruencia mandataria, de que un ayuntamiento arruinado para obras necesarias despilfarrara en aquello, en vez de en limpiar los márgenes de las carreteras que se volvían ríos intransitables en cuanto se llovían dos gotas y provocaban todo tipo de inconvenientes a la población. Hablaban, pero ya sabían el funcionamiento de aquello, de modo que muy pronto dejaron de hablar, unos villancicos escuchados de pronto sumieron a Ella en una tristeza inesperada, y la hicieron cambiar de rumbo entre lágrimas improvisadas, demasiados recuerdos irrecuperables le asaltaron sin tregua y quiso alejarlos, "por los mejores momentos de tu vida no puedes llorar, debes alegrarte de que alguna vez hayan sido". Eso se dijo, y siguieron caminando hacia la playa felices de estar juntos y sin más objetivo que disfrutar de una noche de mar en calma y luna radiante, aire salobre, frío cortante y café humeante esperando en cualquier lugar. No habían decidido aún donde ir a tomarlo, les daba igual.
San José, María y el niño Jesús bien perfilados alumbraban la entrada a la iglesia, sobre ellos el gran reloj marcaba las nueve y cuarto de una tarde noche estrellada a rabiar. Habían cerrado las puertas de la iglesia, pero Ella prometió que un día entrarían para ver el belén que tenían armado al fondo a la derecha. Y siguieron caminando sin prisa, mataron el frío con un café ardiente y consumieron el tiempo sin prisa alguna entre la gente cotidiana, pasadas unas horas desanduvieron sus huellas y llegaron al coche. Entonces la vieron, aunque en el fondo Ella no se lo quiso creer.
Era una joven morena, vestía tejanos desgastados, botas de tacón gigantesco, abrigo grís, boina grís y bufanda a juego. No aparentaba más de dieciséis años, aunque eso de las edades es a veces engañoso. Llevaba un bolso enorme colgado a un hombro y esperaba entre paciente e impaciente bajo el haz de luz de una farola. Tras ella el ambulatorio, en la calle de enfrente la estación de autobuses, que era a buen seguro de donde había salido. Había una total indefensión al fondo de sus ojos, un claro no encajar en aquel oficio si acaso estrenado. Un algo primerizo se podía advertir y un quizá estar a tiempo de evitarlo que hicieron los pasos de Ella hacia el coche de lo más pesado. Había una limpieza radiante en esa joven que hacía impensable que cualquier desharrapado pudiese ponerle un dedo encima. Algo de sacrilegio en siquiera pensarlo.
Sergio le restó importancia y tuvo que callarse por no encender un enfado. Había cosas que Ella concluía y cargaba a su espalda y nada ni nadie podía librar su carga, cosas que la sublevaban, y aunque tuviera que callarse nunca se callaba. Estaba indignada y era su indignación. Podía no conocer a esa chica de nada, pero no quería que hiciese la calle, no quería ese futuro para ella y contra eso nadie tenía nada que decir. No quería que nadie ni nada la dañase, y los peligros del mundo andaban siempre sueltos. Todos a su alcance con solo ponerse bajo la farola y esperar. Contra eso para Ella no había consuelo y Sergio movió la cabeza al sentarse en el coche, y Ella se calló, reconocía una batalla cuando no era suya, pero le hubiese gustado tener al menos una oportunidad de poder vencerla. Y no podía quitarse de la cabeza aquella expresión, de es sólo para salir de este apuro, y después lo dejo.
Ella colecciona imágenes sin pretenderlo, le persiguen durante años hasta lograr encajarlas en algún lugar. Colecciona veces en que no dijo nada y debió decirlo, veces en que no hizo nada y debió hacerlo, veces en que guardó silencio y quiso gritar.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Lo que la ciencia no cambia

Frank estaba en su habitación, como todo el tiempo, mirando por la ventana, tan aburrido que el día no le terminaba de pasar. Llevaba diez años estancado en su accidente de moto girando una y otra vez sobre la misma tragedia para la que ya no existía remedio alguno.

A esa misma hora José Roberto estaba en una universidad, intentando convencer a los alumnos de veintitantos años de que cuando estuviesen subidos a cualquier medio de locomoción no había prisa alguna. Ellos abucheaban casi todo el tiempo o le llevaban la contraria, pero él no perdía la calma, porque había llegado para cumplir un objetivo, convencerlos uno por uno, sin importarle en qué modo, de que en cualquier desplazamiento por carretera lo importante de veras era llegar intacto a destino. Y que cualquier tiempo perdido en el camino se puede recuperar.

Frank había pasado esos diez años sumido en sí mismo. José Roberto volcado en los demás. Al uno el tiempo se le había hecho eterno, mientras al otro no le daban los días para todo cuanto intentaba lograr. Uno venía de una familia adinerada, el otro de una familia campesina que apenas si ganaba para comer de aquello que cosechaba. Uno tuvo un accidente de moto intentando demostrar a los demás lo bueno que era. El otro un accidente de tractor intentando arar una tierra escarpada y montuna para dar lugar a nuevas siembras y nuevos ingresos. Quería que su hermana pequeña, el talento brillante de la casa accediera a la universidad, y ese sería su único medio.

Frank esperaba con ansia el aparato electrónico que le permitiría volver a caminar, estaba inactivo y anhelante esperando el milagro de verlo entrar en casa de manos del fisioterapeuta. José Roberto esperaba por su hermana pequeña que iría a buscarlo al término de la charla, y empujaría su silla de ruedas de vuelta al hogar. Había encontrado trabajo como costurera, y las novedades la mantenían entusiasmada a rabiar, se pasaba los días completos contándole como su modista se las iba arreglando para lograr de veinte metros de tela lineal, un vestido de novia ceñido, con sus mangas y todo, su pedrería fina y sus botones de nácar. Ponía una voz tan fina para contarlo que no se cansaba de escuchar.

Entre Frank y José Roberto había muchas diferencias, pero entre todas ellas estaba la mayor. Que José Roberto jamás alcanzaría a conseguir lo único que podría hacer realidad su sueño. Un crédito de 50.000 euros. El dinero que a Frank le había costado su robot, ese con el que caminaría de nuevo.

Frase

Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.

Eduardo Galeano