Hoy se celebra el día mundial del Alzheimer y no voy a entrar a valorar lo que es la enfermedad que más o menos a todos nos ha tocado de cerca. Todos hemos compartido nuestro tiempo en mayor o menor medida con alguien que ha perdido la memoria, y nos hemos maravillado de esa inocencia pícara del anciano que hace sus travesuras de muy mayor. Que nos mira tras haber escondido su tesoro, tan nimio como pueda serlo una servilleta de papel con un dibujo de hojas, en un bolsillo cualquiera donde pueda rescatarlo para mirarlo a solas.
No quiero recordar todo lo malo de esta enfermedad, porque en general prefiero subrayar lo bueno, aquello que siempre me ha conmovido y es la certeza de que antes de conservar memoria para un abandono, prefiero olvidar la compañía. Egoístamente, pero lo prefiero, antes que me olviden prefiero olvidar, la experiencia me dice que allí donde hay un enfermo de Alzheimer hay una persona muy bien cuidada. Hablo de la experiencia que yo viví, consciente como siempre de que en el mundo hay de todo.
Era adorable el modo en que Catalina cuidaba de las plantas, cuando no sabía cuidar de ella misma. Arrancaba con cuidado las hojas marrones y colocaba las flores, quitaba alguna hierba perdida y después arrimaba su nariz para aspirar su aroma. Podía pasarse horas enteras en el jardín, perdida en sus pensamientos, con el sol acariciando su piel y un gorro cualquiera sobre la cabeza. Esa estampa me ha quedado cuando la recuerdo, su pelo blanco de nieve, su cuerpo rechoncho, su poca estatura, su cara de luna y esa sonrisa beatífica con que solía escuchar todas las palabras. Le encantaba que hablasen con ella, tal vez porque en medio del silencio interior las palabras sonaban a música y eran capaces de otorgarle por segundos una clase de entendimiento que no acertaba a explicar; se transmitía en la luz de sus ojos.
No voy a decir que sus últimos años fueron felices, porque no puedo saberlo, pero transmitía una gran paz. La misma que dejó tras ella cuando se fue, porque la sabíamos encerrada en un laberinto de noventa años donde no habría querido estar. Pero tal vez se halle una gran suerte en el hecho de perder a un hijo en terribles circunstancias y no enterarse. Tal vez la enfermedad del olvido fue lo mejor que en esos últimos tiempos le pudo pasar. Un ahorro de millones de lágrimas que no tuvo que llorar. Sus sonrisas extasiadas ante el prodigio de cada flor nueva, a todos, incluso a ella misma nos sirvieron de más, era nuestra calurosa bienvenida particular, sin llegar a reconocernos nos conocía, del modo en que nunca dejó de reconocerse en el espejo para acicalarse. Nunca se dejó de acicalar, o de alisarse la ropa al levantarse del sillón, o de abrocharse con esfuerzo un botón descuidado que de pronto nos enseñaba su enagua tan nívea como su pelo, y de ruborizarse como una niña por ello. Una niña de noventa años imposible de olvidar.