Estamos en campaña electoral otra vez y se nota, de pronto quienes no parecían preocuparse de los problemas de la gente común salen a la calle con una sonrisa para asegurarnos que nuestras neveras estarán repletas si les votamos. Para jurarnos que ningún banco se quedará con nuestras casas, que nuestros hijos tendrán garantizados los estudios a los que quieran acceder, o en su defecto a un trabajo remunerado. Para decirnos que nuestra salud está garantizada porque piensan en nosotros y seguirán mejorando la sanidad. Y de todo lo demás ídem de lienzo, si les votamos seremos las personas más felices de la tierra con un gesto muy sencillo: Ir a votar.
Al verlos recordamos esas elecciones que nos fastidiaron la vida. Las decisiones que tomaron y que lejos de ayudarnos nos pusieron el mundo cuesta arriba de un día para otro. Y es que nunca les faltará una excusa para cambiar nuestra realidad a su favor y decirnos que es por nuestro bien. Por nuestro bien. Aunque nos cueste creerlo y además no lo creamos y frunzamos el ceño...y lo mantengamos bien fruncido hasta la próxima elección, esa a la que asistimos cruzando los dedos.
Cruzando los dedos pero en pie, con el carnet en alto y nuestro voto dispuesto a volver nuestro mundo a su normalidad. No a la normalidad que alguna vez imaginamos, si no a la preciosa normalidad que dios mediante la mayor parte de nuestra vida tuvimos. Esa normalidad que nos mantuvo humildes pero felices como pocos podrían ser. Esa felicidad de sabernos dentro de un mundo en el que la coherencia era la máxima a garantizar.
Al verlos recordamos esas elecciones que nos fastidiaron la vida. Las decisiones que tomaron y que lejos de ayudarnos nos pusieron el mundo cuesta arriba de un día para otro. Y es que nunca les faltará una excusa para cambiar nuestra realidad a su favor y decirnos que es por nuestro bien. Por nuestro bien. Aunque nos cueste creerlo y además no lo creamos y frunzamos el ceño...y lo mantengamos bien fruncido hasta la próxima elección, esa a la que asistimos cruzando los dedos.
Cruzando los dedos pero en pie, con el carnet en alto y nuestro voto dispuesto a volver nuestro mundo a su normalidad. No a la normalidad que alguna vez imaginamos, si no a la preciosa normalidad que dios mediante la mayor parte de nuestra vida tuvimos. Esa normalidad que nos mantuvo humildes pero felices como pocos podrían ser. Esa felicidad de sabernos dentro de un mundo en el que la coherencia era la máxima a garantizar.
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