Empecé a conocerme mejor, a saber quien soy, a saber que quiero, a mirar el mundo con ojos de pintora, a sentirme de la misma materia que la naturaleza. Ya no siento soledad, porque me acompañan miles de páginas escritas, miles que destruí, y miles que esperan para reflejarse en el lugar donde las historias esperan para al fin nacer.
Ninguna de esas páginas alcanzará jamás la perfección que tienen los libros que se publican, pero ninguno de los libros publicados habla exactamente de lo que hablan los que escribo, porque los que escribo están hechos a mi justa medida con mis ingredientes, esos que yo ni sé.
Al finalizar la escuela hice un curso de corte y confección con una modista que tenía las manos de oro, tanto fue así que Dios mismo la llamó demasiado pronto, seguramente para confeccionar trajes a los ángeles. Me gusta pensarlo así, porque esa clase de corte y confección la sentí como mi verdadera escuela, aquella en la que aprendí algo que de veras me gustaba. Hacer mi propia ropa escogiendo la tela a mi gusto, que no es un gusto común, mi modista siempre se asombraba de mis combinaciones, estilo tejano con mezcla de elegancia, si es que puede ser, y después reía, y me decía que sí, que me quedaría bien, que teniendo un cuerpo así nada podría sentarme mal. Y yo me quejaba de mi poca cintura en proporción a mi mucha cadera, y simulaba un cuchillo cortando en recto un cuerpo anoréxico y ella volvía a reír y a recalcarme que las redondeces no me las quitaría con nada. Y era verdad, ni diez kilómetros en bicicleta diarios, ni cinco kilómetros a la carrera ni nada de nada. Me perseguía siempre el mismo cuerpo aunque fuese con tres tallas menos, y me persigue ahora con cuatro tallas más. Uno se empeña en cambiar y sigue siendo el mismo toda la vida.
Pues eso, mis escritos nunca serán perfectos porque yo no lo soy, no contarán lo que el mundo quiere oír, contarán lo que quiero oír yo, no tendrán cabida en parte alguna, pero encajaran en mi corazón y latirán conmigo mientras me quede un soplo de vida.
La soledad ya no existe, es un compás de espera lleno de letras prestas a escribirse, es una historia que no se deja de amoldar, muchas a la vez, que se cuajan del modo en que se cuaja una tarta de queso dentro de la nevera, lentamente, casi de forma artesanal. A veces creo que indago más acerca de lo que es la inspiración, que lo que son las novelas que me surgen, que interrogo más a esta necesidad que lo que quiere escribir la propia historia que cuento.
La historia se escribe a sí misma, me ataja, me arrastra, me asalta y me deja en cueros, me llena de histeria, de alegría, me enciende, me golpea, me sacude, me eleva, me sorprende. La historia siempre es magia. Y me roba las horas a un ritmo vertiginoso, se me van tres o cuatro horas en nada, y siempre tengo que dejarlo en lo mejor para ocuparme de la casa, de la comida, de hacer camas, poner lavadoras, quitar coladas, coser, planchar, poner, quitar. Es ese otro ritmo el que me agota porque quiero estar frente a la pantalla descubriendo yo misma lo que va a pasar, porque soy la primera sorprendida de lo que ocurre. Es un mundo tan apasionante que un día se me va a tragar y voy a marcharme a vivir la propia vida de mis personajes y no voy a volver más. Algo cruje cuando dejo a mis personajes emplazados hasta el día siguiente, cruje saber que mañana no sabré contarlo así, con la energía arrebatada que en ese momento llevaba.
Escribir no te deja leer otros libros de autores con la misma frescura. No te deja sorprenderte con las sorpresas porque las veías venir, los propios personajes te los van anticipando porque sabes del modo en se suelen conducir.
Escribir no te deja a veces escuchar a los otros, les escuchas desde un nubarrón por donde andas subido matizando detalles; y recientemente he descubierto otra cosa, me he vuelto mandona, tremendamente mandona y quiero que todo se haga tal que así. Sé lo que quiero y trato de dirigir a los míos como si fuesen personajes, como si mi propia vida se dejase dirigir. El tiempo que mi hijo estuvo en paro me convenció de ello, y lo llevo analizando diez meses; y creo que no es malo, es un modo de organizar tu vida y no permitir que lo que no quieres sea. Lo difícil es lo de siempre, convencer a los demás de que hagan las cosas tal como te gustan, a veces solo las hacen para que dejes de repetirles como tienen que ser. Pero todo se vuelve más manejable, más ordenado, y sin darte cuenta tu vida encaja mejor en todos los aspectos. Aunque hay días que no. Perfecta tampoco iba a ser, porque la perfección la alcanzas el último día, justo cuando dejas de ser. Y si dejas de ser ya no tiene gracia.
Escribir es comprender mejor a las personas que te hablan, desenredarles la madeja con santa claridad, si no vas con cuidado te suena el teléfono cada cinco minutos como si fueses una vidente a tiempo total. Escribir te hace conformarte con lo que tienes y te hace querer más, te hace intentar que tus personajes cobren vida propia y se pongan a volar entre el resto de libros. Esa es la parte peor de todas, cuando llegues a ella pisa con pies de plomo o si no ya verás...