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lunes, 7 de mayo de 2012

Sobre los días comerciales...

Hace años para mí el día del padre era un día sobre todo comercial. Era ir a alguna parte a comprar algo material para tu padre, porque ya quedaban atrás los días de colegio en que una simple cartulina dirigida por tu profesor, reunía un compendio de letra y dibujo, para reunir en ella todo el cariño y la gratitud de que alguien -en quien apenas reparabas en todo el año; porque estaba ahí, al alcance de tu mano o de tu palabra- velase por ti las veinticuatro horas de cada día de tu vida. Alguien que un buen día te aceptó en su vida para darte lo mejor de si, para cuidarte y protegerte hasta que la muerte se lo llevara.

Durante muchos años de mi vida acepté con normalidad que mi padre nos buscase a todos los hijos por la casa para darnos un beso antes de acudir a su trabajo. Era una manía que tenía desde que vio a muchos amigos irse de casa a trabajar, y no volver. Nos buscaba para decirnos que durante su ausencia nos portáramos bien, que no volviésemos loca a nuestra madre, que estudiáramos mucho y que hiciéramos los deberes; y que no nos anduviésemos peleando entre nosotros. Que su futuro ya estaba hecho, que a él le tocaba irse muchas horas a trabajar y que cada uno de nosotros debía luchar para tener el día de mañana más suerte que la suya. Esta era una perorata que según el día se extendía más o menos, un pequeño ritual de irse de casa atajando a ese destino que quizá pudiese ser, no fuese a pillarle sin decirnos las cosas importantes. Creo que toda su vida estuvo preparado para los imprevistos, para los por si acaso, y no fuese a ser.

Como digo para mí el día del padre era un día meramente comercial. Pero me pillaba siempre en tránsito hacia aquello que le iba a regalar. Algo que nunca necesitaba, que casi te recriminaba, pero que aceptaba desde la gran satisfacción de que fuiste a alguna parte a por algo para él. Tras su muerte mi madre me entregó una colección de regalos que le di y que nunca usó, como si el hecho de usarlos fuese a estropearlos. Y que guardo en una parte de mi casa, al lado de la caja de todo cuanto escribí, como una especie de talismán sagrado.

Desde que no está, cada día del padre me recuerda que ya no puedo llegar hasta su casa cuando quiera para interrumpirle un quehacer. Era alguien que siempre que llegabas dejaba lo que estuviese haciendo, con cemento, con madera o con metal, te pedía opiniones sobre esto o sobre aquello y después de un tiempo te enviaba a buscar a tu madre. Si estabas de suerte dejaba lo que estuviese haciendo y se venía tras de ti en su busca, para no perderse ni una sola palabra que dijeras mientras estuvieses. Ese día sabías que estabas de suerte. Entonces ni sospechabas lo mucho que para él habías tardado en volver.

Ahora sabes que cada día del padre en su presencia te tocó la lotería. Le tenías allí para ti. Y era el mejor aconsejador de la tierra. Quien mejor supo encontrar las palabras para ti. Esas que desde su largo silencio aún resuenan.

2 comentarios:

  1. A veces me releo y me pregunto el por qué de esta necesidad de escribir.
    A veces me hago preguntas para las que nunca tengo la respuesta.

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