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domingo, 24 de abril de 2011

Silencio sagrado

Faltaba una hora para la procesión. Ella entró en la iglesia, que como siempre estaba en penumbra y se sentó para admirar de nuevo esas obras maestras contenidas en cada centímetro cuadrado de su interior. La última incorporación mundana le dio la risa, un cajetín cuyo letrero rezaba: 1 moneda de euro ilumina durante 5 minutos la iglesia. Un reclamo al que los turistas, ávidos de contemplar tanta belleza nunca se podían negar, Ella no, porque se sabía de memoria cada detalle y solo entraba para pensar. Intentaba saber si había un mundo después del mundo, y cosas no distintas a esa; entraba porque la paz litúrgica se le colaba muy dentro y porque las imágenes santas eran de tal belleza y tal sufrimiento que al tiempo en que la escalofriaban por dentro por su realismo, la envolvían con su halo divino de santidad y siempre le quedaba algo de eso durante muchos días cuando se iba.

En los alrededores de la antiquísima iglesia estaba la playa, con sus gritos y juegos, con la arena ahuecada de huellas y las olas de espuma que vienen y van dejando su marca en los bordes. O el paseo de la playa lleno a reventar de turistas laboriosos como hormigas obreras, sus ropas desenfadas, sus cámaras digitales, móviles sonando, o mp4 ruidosos...de esa algarabía con solo empujar una puerta de pesada madera se pasaba a un mundo insonoro. De tanta luz que dolía a los ojos, a tanta penumbra, de tanto jolgorio a tanta paz; en ese contraste Ella se quedaba muy quieta, observaba y pensaba en el todo y la nada, agradeciendo cada centímetro cuadrado de antiquísimo arte, disfrutando incluso de esos cinco minutos de iluminación que de vez en cuando alguien añadía para susurrarle al otro todas las impresiones que el lugar le causaba, y que siempre eran las mismas, explicado en lenguajes distintos.

En medio de esa paz infinita, se escucha la voz de una niña de apenas tres años:
_ Papá, ¿puedo encender una vela?
_ No.
_ Anda, déjame que encienda una vela. Solo una.
_ Alma, ya te dije que no.
La voz de la niña, entre esperanzada y rota se afina hasta el tono más dulce de todos los posibles y hace una pregunta:
_ ...¿Y si te pongo ojitos?

Ella no ha visto a la niña, tendría que girarse y ser lo más descarada del mundo para verla, pero se pregunta a sí misma que clase de padre le negaría a una niña tan amorosa el placer de encender una vela falsa por solo diez céntimos. (Falsa porque es una luz parpadeante que imita una llama y que después de un tiempo estipulado se apaga).

_ Ya te dije que no. Vamos, anda_ los pasos apurados se escuchan mientras cede una puerta.


Ella se aguanta las ganas de levantarse y depositar en la manita de aquella niña una moneda, para que encienda muchas velas a la vez. Pero no lo hace quizá por cobardía, no porque esa moneda no pudiese comprar una de las ilusiones más hermosas de ver.


2 comentarios:

  1. Precioso texto.

    Hay quien prefiere hacer oídos sordos y no escuchar las peticiones de un niño.

    Encender una vela, y ver su llama parpadear, se puede convertir en unos segundos de admiración por algo distinto...y que su corazón se acostumbre a sentir la magia que desprenden las cosas simples...

    En fin...cuando sea un poco más mayor, la comprarán un móvil...o un juguete de última generación...pero así nunca aprenderá lo que nos dan las cosas pequeñas...

    Un abrazo Begoña!

    Rebeca.

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  2. Se dice que un niño solo aprende hasta los cuatro años, que lo que no haya aprendido hasta entonces ya nunca lo aprenderá. Hay cosas tan importantes para enseñarles que a veces duele hacerles oídos sordos porque en ellos está el futuro.
    Saludos

    ResponderEliminar

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