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miércoles, 13 de octubre de 2010

Un niño que llega al mundo necesita

Llueve a mares, pese a ello recorres quince kilómetros en coche con tu música preferida llenando el aire, vas a comprar un regalo para alguien a quien quieres por su cumple, el folleto del hipermercado te dejó a un precio de ganga lo que te pidió y no te lo pensaste dos veces, vas a recogerlo con la misma satisfacción que embarga a un rey mago en la noche de reyes.

Sigue lloviendo a un ritmo imparable, los limpiaparabrisas se vuelven locos y no son capaces de quitar de tu vista un velo de agua, disminuyes la velocidad, la carretera está en muy buenas condiciones y haciendo acopio de los cinco sentidos incluso puedes disfrutar de estar a salvo del aguacero que te echan a calderos sobre el parabrisas desde un cielo grisáceo.

Te detienes en el último semáforo que hay a la ida, y te encuentras con una escena a cámara descubierta desprovista de todo el glamour holibudiense. Donde uno de esos personajes que te crujen por dentro se desenvuelven tal como pueden, y te crujen por dentro porque son tan reales como tu propia piel. Tú misma hubieras podido estar en su piel en ese ahora que sucede ante tus ojos, y solo en ello puedes pensar, en ello y mil cosas más que ya abordan tal y como pueden algunos relatos que dormitan su sueño empapelado al fondo de un cajón.

En la escena que nadie quisiera interpretar hay una joven castaña de unos veintitantos, destacan sobre el conjunto unos ojos claros que a buen seguro se abrieron a la luz en un país Báltico. Se la ve del talante mohíno que imprime el día y embarazadísima, se la intuye ignorada hasta no poder más, bueno, esto se ve en la actitud de todos los conductores que interponen barreras de invisibles alambradas entre sus circunstancias y las de ella, que muestra sus clínex sin esperanzas de llegar a intercambiarlos por una moneda.

Avanza lentamente con su falda de vuelo por debajo de la rodilla, lleva una una chaqueta de chándal que atrapa en su tejido el chorrear de su pelo, consecuencia de todos los vientos que azotaron su paraguas en el devenir de los días. Sus pies visten chanclas con calcetines asemejando navíos oxidados en busca de mar.

Después de tantas negativas como has visto con tus ojos bajas la ventanilla, rebuscas en el bolso, quitas volumen a la música, das los buenos días de un modo que parezca humano y sin lamentación y ofreces los euros que previamente has calibrado, sumando a ese regalo de cumpleaños otro que darás para ese otro cumpleaños del que desconoces la fecha. Te ofrece los clínex que considera vale tu aportación y niegas con la cabeza diciéndole que es un regalo para ese niño que asoma en su vientre. Te da las gracias en un idioma que suena gracioso y amable, a música celestial.

Sabes que un niño que llega al mundo necesita una madre abnegada, sufrida y valerosa, porque de esa materia se compone una madre. Si quieres algo positivo a lo que acogerte aférrate a eso, ese niño la tiene, otros que viven en palacios de cristal ya quisieran a una madre así, una madre capaz de enfrentarse al mundo con tan pocas armas y lucir de esa forma.

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